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La necesidad de innovación

En 2011, el escritor de ciencia ficción Neal Stephenson publicaba en el blog del Instituto World Policy, el artículo Innovation Starvation (La necesidad de innovación), exponiendo la idea de la posibilidad de que hayamos entrado en un periodo de estancamiento tecnológico. Su contenido nos ha parecido íntimamente relacionado con el «temor a asumir riesgos», incluso en el terreno de las ideas y las propuestas, que también tratamos de exponer desde el Movimiento Pragma, por lo que su traducción y publicación nos han parecido enriquecedoras.

 

LA NECESIDAD DE INNOVACIÓN
por Neal Stephenson

Mi periplo vital alcanza hasta los tiempos en los que los Estados Unidos de América eran capaces de lanzar humanos al espacio. Alguno de mis recuerdos más tempranos son estar sentado en una alfombrilla trenzada frente a un enorme televisor en blanco y negro viendo las primeras misiones Gemini. Este verano, con 51 años –aún no soy viejo– he visto en una pantalla plana cómo el último transbordador espacial despegaba de la plataforma de lanzamiento. He seguido la decadencia del programa espacial con tristeza, incluso con amargura. ¿Dónde está mi estación espacial con forma de rosco? ¿Dónde está mi billete a Marte? Sin embargo, hasta hace poco, me había reservado mis opiniones. La exploración espacial siempre ha tenido sus detractores. Quejarse de su desaparición es exponerse a los ataques de aquellos que no sienten simpatía por el hecho de que un estadounidense blanco, acomodado y de mediana edad no haya vivido para ver cumplidas sus fantasías de la niñez.

Aún así, me preocupa que nuestra incapacidad para igualar los logros del programa espacial de la década de los 60 pueda ser síntoma de un fracaso general de nuestra sociedad para hacer grandes cosas. Mis padres y abuelos presenciaron la creación del avión, el automóvil, la energía nuclear y la computadora, por nombrar solo algunas. Los científicos e ingenieros que alcanzaron la mayoría de edad durante la primera mitad del siglo XX podían esperar construir cosas que resolvieran problemas ancestrales, transformaran el paisaje, construyeran la economía y proporcionaran empleos para la floreciente clase media que era la base de nuestra democracia estable.

El vertido de petróleo de la Deepwater Horizon, en 2010, cristalizó mi sensación de que hemos perdido nuestra habilidad de hacer cosas trascendentes. La crisis del petróleo de la OPEP tuvo lugar en 1973, hace casi 40 años. Era obvio, entonces, que era una locura que Estados Unidos se dejara tomar como rehén económico del tipo de países donde se producía petróleo. Esto dio lugar a la propuesta de Jimmy Carter para el desarrollo de una enorme industria de combustibles sintéticos en suelo estadounidense. Independientemente de lo que uno pueda pensar de los méritos de la presidencia de Carter, o de esta propuesta en particular, aquello fue, al menos, una tentativa seria para abordar el problema.

Desde entonces, poco se ha oído al respecto. Llevamos décadas hablando de parques eólicos, energía mareomotriz y energía solar. Se han logrado algunos avances en esas áreas, pero la energía todavía gira en torno al petróleo. En mi ciudad, Seattle, una iniciativa ciudadana está bloqueando un proyecto de hace 35 años para trazar una línea de tren ligero que cruce el lago Washington. Frustrada o retrasada interminablemente en sus esfuerzos por construir cosas, la ciudad avanza pesadamente con un proyecto para pintar carriles de bicicletas en las veredas de las vías públicas.

A principios de 2011, participé en una conferencia llamada Future Tense, en la que lamenté el declive del programa espacial tripulado, derivando luego hacia la energía, indicando que el auténtico problema no son los cohetes. Se trata de nuestra incapacidad, mucho más extensa, como sociedad para ejecutar cosas significativas. Por pura suerte, toqué en la fibra. El público de Future Tense estaba más convencido que yo de que la ciencia ficción [CF] era relevante, incluso útil, para abordar el problema. Escuché dos teorías sobre el por qué:

La teoría de la inspiración. La CF inspira a gente a elegir la ciencia y la ingeniería como carrera. Esto es cierto, sin duda alguna, y, en cierto modo, obvio.

La teoría del jeroglífico. La buena CF proporciona una imagen plausible y completamente razonada de una realidad alternativa en la que ha tenido lugar algún tipo de innovación arrolladora. Un buen universo de ciencia ficción tiene una coherencia y una lógica internas con sentido para científicos e ingenieros. Los ejemplos incluyen los robots de Isaac Asimov, los cohetes de Robert Heinlein y el ciberespacio de William Gibson. Como dice Jim Karkanias, de Microsoft Research, tales iconos sirven como jeroglíficos, símbolos simples y reconocibles en cuyo significado todo el mundo coincide.

A medida que la ciencia y la tecnología se han vuelto más complejas, los investigadores e ingenieros se han concentrado en temas cada vez más específicos. Una gran empresa o laboratorio de tecnología puede emplear a cientos o miles de personas, cada una de las cuales puede abordar únicamente una pequeña parte del conjunto del problema. La comunicación entre ellas puede convertirse en un gallinero de hilos de correo electrónico y Powerpoints. El cariño que muchas de estas personas sienten por la ciencia ficción refleja, en parte, la utilidad de una narrativa general que les proporciona, a ellos y a sus colegas, una visión compartida. Coordinar sus esfuerzos a través de un sistema de gestión de mando y control es un poco como tratar de hacer funcionar una economía moderna desde un politburó. Dejarlos trabajar hacia un objetivo consensuado es algo más como un mercado de ideas libre y en gran parte auto-coordinado.

 

UN PUENTE ENTRE ÉPOCAS
En el periodo de tiempo al que me refiero, la ciencia ficción ha cambiado: desde la década de 1950 (la era del desarrollo de la energía nuclear, los aviones a reacción, la carrera espacial y la computadora) hasta ahora. En términos generales, el tecno-optimismo de la Edad de Oro de la ciencia ficción ha dado paso a una ficción escrita en un tono generalmente más oscuro, más escéptico y ambiguo. Yo mismo he solido escribir mucho sobre piratas informáticos, arquetipos de pícaros que explotan las capacidades arcanas de sistemas complejos ideados por otros sin rostro.

Creyendo que tenemos toda la tecnología que necesitaremos, tratamos de llamar la atención sobre sus destructivos efectos secundarios. Puede parecer hasta ridículo que arrastremos tecnologías como los destartalados reactores japoneses de los 60, en Fukushima, cuando tenemos a la vista la posibilidad de una fusión nuclear limpia. El imperativo de desarrollar nuevas tecnologías e implementarlas a una escala trascendente ya no parece la preocupación infantil de unos cuantos empollones con reglas de cálculo. Es la única forma que tiene la especie humana de escapar de sus dificultades actuales. Lástima que hayamos olvidado cómo hacerlo.

«¡Son ustedes los que han estado holgazaneando!», proclama Michael Crow, presidente de la Universidad Estatal de Arizona (y uno de los otros ponentes de Future Tense). Se refiere, claro está, a los escritores de ciencia ficción. Parece estar diciendo que los científicos e ingenieros están preparados y en busca de cosas que hacer. Es hora de que los escritores de ciencia ficción empiecen a arremangarse y a proporcionar grandes visiones que tengan sentido. De ahí el proyecto Hieroglyph, un esfuerzo por producir una antología de nueva ciencia ficción que será, en cierto modo, un retorno consciente al tecno-optimismo práctico de la Edad de Oro.

 

CIVILIZACIONES ESPACIALES
Se cita con frecuencia a China como país que está haciendo «grandes cosas», y no hay duda de que están construyendo presas, sistemas ferroviarios de alta velocidad y cohetes a un ritmo extraordinario. Pero todo eso no es, esencialmente, innovador. Su programa espacial, como el de todos los demás países (incluido el nuestro), es simplemente un trabajo de repetición que hicieron los soviéticos y los estadounidenses hace 50 años. Un programa verdaderamente innovador implicaría asumir riesgos (y aceptar fracasos) para ser pioneros en algunas de las tecnologías alternativas de lanzamiento espacial que han desarrollado investigadores de todo el mundo durante las décadas dominadas por los cohetes.

Imaginad una fábrica que produce en masa pequeños vehículos, del tamaño y complejidad de una nevera, que salen de la línea de montaje, se cargan con mercancías espaciales y se completan con combustible de hidrógeno líquido no contaminante. Luego se exponen al calor concentrado de un conjunto de láseres terrestres o antenas de microondas, calentado el hidrógeno a temperaturas más allá de las que se pueden lograr mediante una reacción química, para después salir por una ranura en la base del dispositivo y dispararlo hacia arriba. Seguido a lo largo del vuelo por los láseres o microondas, el vehículo alcanza la órbita, llevando una carga útil más grande que la de un cohete químico podría llevar nunca, pero la complejidad, costes y empleos permanecen en tierra. Durante décadas, ésta ha sido la visión de investigadores como los físicos Jordin Kare y Kevin Parkin. Una idea similar, usando un láser pulsado terrestre para calentar el combustible de la base de un vehículo espacial fue comentada por Arthur Kantrowitz, Freeman Dyson y otros físicos eminentes a principios de los 1960s.

Si eso suena demasiado complicado, considerad la propuesta de 2003 de Geoff Landis y Vincent Denis para construir una torre de 20 kilómetros de altura utilizando vigas de acero simples. Los cohetes convencionales lanzados desde su parte superior podrían transportar el doble de carga útil que los lanzados a nivel del suelo. Incluso hay abundantes investigaciones, que se remontan a Konstantin Tsiolkovsky, el padre de la astronáutica que comenzó a fines del siglo XIX, para demostrar que una simple soga, una cuerda larga tendida que cae de un extremo a otro mientras orbita la Tierra, podría ser utilizada para sacar carga de la atmósfera superior y llevarlas a órbita sin la necesidad de motores de ningún tipo. La energía se bombearía al sistema mediante un proceso electrodinámico sin partes móviles.

Todas son ideas prometedoras, exactamente del tipo que solía hacer que una generación anterior de científicos e ingenieros se entusiasmara con la idea de construir algo de verdad.

Pero para comprender cuán lejos está nuestra mentalidad actual de una innovación de esa magnitud, considere la dicha de los tanques externos (ETs) del transbordador espacial. Empequeñeciendo al vehículo en sí, el ET era la mayor y más prominente característica del transbordador espacial. Permanecía unido a la lanzadera o, mejor dicho, la lanzadera permanecía unido a él, mucho después de que los dos propulsores auxiliares se hubieran desprendido. El ET y el transbordador permanecían conectados a lo largo de toda la atmósfera hasta el espacio. Solo después de alcanzar la velocidad orbital, el tanque se soltaba y se dejaba caer a la atmósfera, donde era destruido en la reentrada.

A un coste modesto, los ETs podrían haberse mantenido en órbita indefinidamente. La masa del ET en el momento de la separación, incluido el combustible residual, era aproximadamente el doble de la carga útil completa del Transbordador. No destruirlos habría triplicado la masa total puesta en órbita por el Transbordador. Los ETs podrían haberse conectado para construir estructuras que humillarían a la Estación Espacial Internacional. El oxígeno y el hidrógeno residuales en ellos podrían haberse combinado para generar electricidad y producir toneladas de agua, un bien que es enormemente caro y deseable en el espacio. Pero a pesar del arduo trabajo y la apasionada insistencia de los expertos espaciales que deseaban ver los tanques reutilizados, la NASA, por razones tanto técnicas como políticas, envió a cada uno de ellos a una destrucción total en la atmósfera. Visto como una parábola, esto nos dice mucho sobre las dificultades para innovar en otros ámbitos.

 

HACER COSAS IMPORTANTES
La innovación no puede darse sin aceptar el riesgo de que pueda fallar. La grandes y radicales innovaciones de mediados del siglo XX se produjeron en un mundo que, en retrospectiva, parece increíblemente peligroso e inestable. Es posible que aquellos que sufrieron la Depresión, las Guerras Mundiales y la Guerra Fría, en tiempos en los que no existían cosas como los cinturones de seguridad, los antibióticos y muchas vacunas, no se hayan tomado en serio los posibles resultados que la mentalidad moderna identifica como riesgos graves. La competencia entre las democracias occidentales y las potencias comunistas obligó a las primeras a llevar a sus científicos e ingenieros al límite de lo que podían imaginar y proporcionó una especie de red de seguridad en caso de que sus esfuerzos iniciales no dieran resultado. Un veterano canoso de la NASA me dijo una vez que los alunizajes del Apolo fueron el mayor logro del comunismo.

En su reciente libro, Adapt: Why Success Always Starts with Failure, Tim Harford describe el descubrimiento de Charles Darwin de una amplia gama de especies distintas en las Islas Galápagos, un estado de cosas que contrasta con la imagen vista en grandes continentes, donde los experimentos evolutivos tienden a retroceder hacia una especie de consenso ecológico mediante el cruzamiento. El «aislamiento galapaguense» versus la «asustadiza jerarquía corporativa» es el contraste marcado por Harford al evaluar la capacidad de una organización para innovar.

La mayoría de personas que trabajan en corporaciones o instituciones académicas han podido ser testigos de situaciones como la siguiente: varios ingenieros están reunidos en una habitación, intercambiando ideas. De la discusión surge un nuevo concepto que parece prometedor. Entonces, en una esquina, una persona con un portátil, después de haber realizado una búsqueda rápida en Google, anuncia que esta «nueva» idea es, de hecho, vieja —o al menos vagamente similar— y que ya se ha probado. O falló, o tuvo éxito. Si fracasó, ningún gerente que quiera mantener su trabajo aprobará gastar dinero para intentar revivirla. Si tuvo éxito, entonces está patentada y se da por sentado que no hay posibilidad de entrar en ese mercado, ya que los primeros que pensaron en ello tendrán la «ventaja de ser los primeros» y habrán creado «obstáculos» que lo impidan. La cantidad de ideas aparentemente prometedoras que han sido fulminadas de este modo debe ascender a millones.

¿Y si esa persona de la esquina no hubiera podido hacer una búsqueda en Google? Podría haber hecho falta semanas de investigación en la biblioteca para descubrir pruebas de que la idea no era del todo nueva, tras un largo y arduo trabajo bibliográfico, rastreando muchas referencias, algunas relevantes, otras no. Cuando, al final, el precedente queda desenterrado, puede que no parezca un precedente tan directo. Puede haber razones para que merezca la pena darle una segunda oportunidad a esa idea, tal vez hibridándola con innovaciones de otros campos. Ahí tenemos las virtudes del «aislamiento galapaguense».

La contrapartida del aislamiento de galapaguense es la lucha por la supervivencia en un gran continente, donde los ecosistemas firmemente establecidos tienden a difuminarse y a abrumar las nuevas adaptaciones. Jaron Lanier, informático, compositor, artista visual y autor del reciente libro You are Not a Gadget: A Manifesto, tiene algunas ideas sobre las consecuencias no deseadas de Internet, el equivalente informativo de un gran continente, sobre nuestra capacidad para asumir riesgos. En la era anterior a la Red, los gerentes se veían obligados a tomar decisiones basándose en lo que sabían que era información limitada. Hoy, por el contrario, los datos llegan a los gerentes en tiempo real desde innumerables fuentes que ni siquiera podían imaginarse hace un par de generaciones, y potentes computadoras procesan, organizan y muestran los datos de maneras tan alejadas de aquellos gráficos de mi juventud, hechos a mano y con tramas, como los videojuegos modernos lo están del tres en raya. En un mundo donde los que toman las decisiones están tan cerca de ser omniscientes, es fácil contemplar el riesgo como un artefacto pintoresco de un pasado primitivo y peligroso.

La ilusión de eliminar la incertidumbre de la toma de decisiones corporativas no es simplemente una cuestión de estilo de gestión o de preferencia personal. En el entorno legal que se ha desarrollado alrededor de las corporaciones que cotizan en bolsa, se desaconseja enfáticamente que los gerentes asuman cualquier riesgo que conozcan, o que, en opinión de algún futuro jurado, deberían haber conocido, incluso si tienen la corazonada de que la apuesta podría dar sus frutos a la larga. No existe el «largo plazo» en las industrias impulsadas por el próximo informe trimestral. La posibilidad de que alguna innovación dé dinero es solo eso: una mera posibilidad que no tendrá tiempo de materializarse antes de que comiencen a llegar las citaciones de las demandas de accionistas minoritarios.

La creencia actual en la certeza ineludible es el verdadero asesino de la innovación de nuestro tiempo. En este entorno, lo mejor que puede hacer un gerente audaz es desarrollar pequeñas mejoras en los sistemas existentes: escalar la colina, por así decirlo, hacia un máximo local, soltando lastres, logrando a duras penas la pequeña innovación ocasional, como los urbanistas que pintan carriles para bicicletas en las calles como gesto para solucionar nuestros problemas energéticos. Cualquier estrategia que implique cruzar un valle –aceptar pérdidas a corto plazo para llegar a una colina más alta en la distancia–, pronto se verá detenido por las demandas de un sistema que celebra las ganancias a corto plazo y tolera el estancamiento, pero condena cualquier otra cosa como fracaso. En resumen, un mundo donde las cosas importantes nunca se pueden hacer.


Neal Stephenson es el autor de REAMDE, un tecno-thriller publicado en septiembre de 2011, así como los tres volúmenes de épica histórica de «El Ciclo Barroco» (Azogue, La confusión, El sistema del mundo) y las novelas Anatema, Criptonomicón, La era del diamante, Snow Crash, y Zodiac. También es fundador de Hieroglyph, un proyecto de escritores de ciencia ficción para describir mundos futuros en los que se hacen cosas importantes.

Fuente del original: World Policy, 27 de septiembre de 2011

Traducción de Fundación Asimov