Traducción del artículo de opinión publicado en The Guardian, el 9 de diciembre de 2021, en torno al libro El Ministerio del Futuro y su autor, Kim Stanley Robinson, obra y autor –a nuestro entender, imprescindibles– que representan a la perfección la relevancia y la necesidad de una narrativa de ciencia ficción con la orientación propositiva expresada también desde nuestro proyecto a través del Movimiento Pragma.
¿Cómo afrontará la humanidad la crisis climática? Le pregunté a un aclamado escritor de ciencia ficción.
por Daniel Analda Cohen
En la novela de Kim Stanley Robinson, El Ministerio del Futuro, los desastres climáticos matan a decenas de millones de personas, un escenario que describe como relativamente optimista.
Para entender bien el presente, necesitamos imaginar el futuro, y luego echar la vista atrás para comprender mejor el momento actual. Los «niños enfadados» del clima lo hacen de forma natural. El resto de nosotros necesitamos leer buena ciencia ficción. Un buen sitio por donde empezar es Kim Stanley Robinson.
Robinson es uno de los escritores más brillantes del género. Durante el confinamiento del COVID, leí once de sus libros, culminando con su clásico automático El Ministerio del Futuro, que imagina varias décadas de política climática a partir de la década actual.
La principal lección de sus libros es obvia: el clima es el relato. En comparación con la magnitud de la crisis, la cumbre climática de las Naciones Unidas de este año, la Cop26, fue una fiesta de piscina mal planificada, donde la mitad de los invitados sudaban en tejanos y habían olvidado sus bañadores. Si usted está leyendo esto, probablemente sepa qué presagia la ciencia climática… y que nada de lo que se discutió en Glasgow tuvo el suficiente alcance. Lo que hacen el Ministerio y otros libros de Robinson es hacernos pasar a cámara lenta el clímax de la película apocalíptica, dejando que la historia se desarrolle en el tiempo humano durante años, décadas, siglos. La pantalla no funde a negro; en lugar de eso, vemos cómo la gente sigue muriendo, sobrellevando la situación y luchando por dar forma a un futuro, muchas veces de forma gloriosa.
Hablé hace poco con Robinson para un episodio del podcast The Dig. Me decía que quiere que la izquierda deje de lado sus diferencias y «ponga fecha a sus políticas», que reconozca lo urgentes que son las cosas. Mirar hacia atrás desde 2050 deja poco margen para el idealismo abstracto. Los progresistas necesitan formar «un frente unido», me dijo. «Es una situación de poner manos a la obra; las especies se están extinguiendo y los biomas están muriendo. Las catástrofes están aquí y ahora, así que necesitamos hacer coaliciones políticas».
La intención de las décadas de ciencia ficción de Robinson no es simplemente aconsejar vote blue no matter who (vota demócratas, sea quien sea [el candidato]). Me contaba que sigue siendo un orgulloso miembro veterano de los Socialistas Democráticos de América (DSA). Pero quiere que la izquierda, y todos los demás, se tomen la emergencia climática más en serio. Cree que cada decisión importante, cada opción tecnológica, cada oportunidad política, requiere un escrutinio científico orientado al clima. La justicia global no exige nada menos.
El llamamiento general de Robinson es aún más retador en tecnología y economía que en las campañas electorales. Quiere legitimar la geoingeniería, incluso en formas tan radicales como lanzar polvo de piedra caliza a la atmósfera durante unos años para atenuar temporalmente el calor del sol. Tal y como se narra en el Ministerio, y como me recordó, es muy probable que un país devastado por el colapso climático intente algo así, esté autorizado o no por la comunidad internacional.
En términos más generales, Robinson parece instarnos a examinar todas las intervenciones tecnológicas posibles, desde la expansión de la energía nuclear hasta el bombeo de agua de deshielo debajo de los glaciares y el vertido de limaduras de hierro en el océano, desde una perspectiva estrictamente científica: rechaza el dogma, evalúa la evidencia, olvídate del afán de lucro.
Es una perspectiva admirable. Y Robinson no es un tecno-optimista enceguecido: algunos de los personajes más atractivos de sus novelas utilizan la ciencia para rechazar áreas de desarrollo tecnológico. No pretende que haya que seguir necesariamente todas las formas de geoingeniería que se investigan, pero pretende que sean debatidas.
Según me dijo: «ciencia, buena; capitalismo, malo». Considera el desarrollo del método científico como un fenómeno tan universal de la condición humana como el arte. En su novela de la edad de hielo, Chamán, un personaje inventa un nuevo tipo de tobillera mientras que otro inventa un nuevo tipo de pintura rupestre.
Tal visión me parece atractiva. Pero no tengo claro que el binario ciencia vs. capitalismo sea tan nítido en la práctica como afirma Robinson. Vivimos en un mundo donde los estados capitalistas y las empresas gigantes controlan en gran medida la ciencia. (Basta con considerar la locura moral y la lógica capitalista del apartheid global de las vacunas). Algunos de los mayores patrocinadores de la tecnología para capturar carbono y almacenarlo bajo tierra son compañías petroleras como Exxon. Sí, debemos considerar las tecnologías con mente abierta. Eso incluye una evaluación franca de cómo los intereses de los poderosos darán forma al desarrollo de las tecnologías. Robinson podría aprender de las posiciones de los activistas de color, especialmente los grupos indígenas y de justicia ambiental, que luchan contra las «falsas soluciones» basadas en siglos de explotación y sacrificio.
El futuro imaginado por Robinson sugiere una solución a corto plazo que se ajusta a sus sueños de una política científica y democrática: la planificación, tanto de la economía como del planeta. Es un imperativo ambicioso, pero la idea subyacente es sólida y está tomada de las lecturas de Robinson sobre economía ecológica. La premisa de ese campo es que la economía está insertada en la naturaleza, que sus reglas fundamentales no son la oferta y la demanda, sino las leyes de la física, la química y la biología. El resultado de la ciencia ficción de Robinson es comprender que las grandes ecologías y las economías humanas son siempre interdependientes.
Robinson cree que una vez que los progresistas interioricen la idea de que la economía es una construcción social como cualquier otra, podrán determinar, basándose en el equilibrio contemporáneo de fuerzas políticas, necesidades ecológicas y herramientas disponibles, los métodos más eficientes para articular carbono y capital. El éxito crecerá como una bola de nieve; planificaremos democráticamente cada vez más la eco-economía.
Así pues, visto desde Marte, el problema de la economía climática del siglo XXI es sincronizar los sistemas públicos y privados de capital con el sistema ecológico del carbono. La elegante solución de Robinson, como se presenta en el Ministerio, es la reducción cuantitativa del carbono. La idea es que los bancos centrales inventen una nueva moneda; para ganar las carbocoines, las instituciones deben demostrar que están absorbiendo el exceso de carbono del cielo. En su novela, esto sucede gracias a una serie de encuentros entre tecnócratas de Naciones Unidas y banqueros centrales. Pero los tecnócratas solo ganan las discusiones debido a que en las calles hay la suficiente rabia, protesta y organización como para torcer el brazo de los banqueros.
Robinson entiende así que la política climática es fundamentalmente política de inversión: inversiones fabulosamente grandes. Como él me decía, la flexibilización cuantitativa del carbono no es la «solución milagrosa», solo uno de los varios mecanismos de inversión verde con los que debemos experimentar.
Robinson comparte el gran sueño anarquista. «Todos en el planeta tienen la misma cantidad de poder, comodidad y riqueza», afirma. «Es un objetivo obvio», pero no hay atajos. Avanzar en esa dirección, argumenta, requiere de un pragmatismo radical: prevenir el colapso ecológico y, al mismo tiempo, aumentar el control público de la inversión. Simplemente, no podemos saber de antemano qué funciona mejor.
En su economía política, como en su asentamiento imaginario de Marte, Robinson intenta pensar como un científico arremangado: un experimentalista, desconfiado de las teorías unificadoras, ansioso por que muchos grupos prueben muchas cosas.
Y hay algo liberador en el compromiso de Robinson con el método científico: las personas razonables pueden deshacerse de sus prejuicios, considerar todas las opciones y actuar estratégicamente. Esta emulsión de ciencia y política es lo que me atrae de su trabajo, incluso cuando (a menudo) no estoy de acuerdo con sus conclusiones. Al igual que el gran cineasta socialista Ken Loach, Robinson es un izquierdista que muestra el debate como una de las actividades más importantes de la vida social organizada. Es en ese sentido donde la oposición optimista de Robinson entre ciencia y capitalismo es más convincente: no vasos de precipitado contra bancos, sino acción social basada en una discusión reflexiva de las necesidades sociales y ecológicas, en lugar de la cruel supremacía de los beneficios.
Por supuesto, el buen juicio de las personas también tiene sus límites. Robinson también lo entiende. Los años venideros serán brutales. En el Ministerio, decenas de millones de personas mueren en desastres, en un escenario que Robinson describe como relativamente optimista. Y cuando las cosas se ponen tan mal, la gente toma las armas. En el futuro imaginado del Ministerio, el auge de los drones armados permite a los ambientalistas más sombríos atacar y matar a los capitalistas fósiles. Muchos, incluyéndome a mí, hemos utilizado la expresión ecoterrorismo para describir ese tipo de violencia. Cuando hablábamos, Robinson objetó: «¿Y si llamas a esa resistencia al capitalismo realismo?», me preguntó. «¿Y si los llamas, digamos, ‘luchadores por la libertad’?».
Que quede claro que Robinson insiste en que no aprueba la violencia descrita en su libro; sencillamente, no puede imaginar una descripción realista de la política climática del siglo XXI en la que no se produzca. Aprueba el libro de Andreas Malm, Cómo volar un oleoducto, que insta al sabotaje contra la industria de los combustibles fósiles. Malm escribe que es impactante la poca violencia política que ha habido hasta ahora en torno al cambio climático, dada la brutalidad con la que se sentirán los daños en las comunidades de color, especialmente en el sur global, donde no tienen ninguna responsabilidad del cataclismo, y donde la violencia política se ha mostrado históricamente efectiva en las luchas anticoloniales.
En el Ministerio, hay mucha violencia, pero sobre todo entre bambalinas. Vemos lo suficiente como para apreciar la visión constante de Robinson que muestra a la mayoría de la gente como esencialmente reflexiva: la lucha armada es cruel, pero sus líderes son razonables, estratégicos. Y las implicaciones son claras: habrá una escalada de violencia, una escalada de la represión estatal y una creciente inestabilidad política. Eso también debemos planificarlo.
Y tal vez sea esa tensión la mayor lección del Ministerio para la política climática en la actualidad. Ningún documento que pueda lograr el consenso en una cumbre climática de la ONU está lo suficientemente próximo como para evitar un calentamiento catastrófico. Solo podemos seguir el curso de los acontecimientos y distinguir con claridad lo que es necesario hacer, arrancando nuestras mentes del presente e imaginando futuros puntos de vista ventajosos más radicales. Si millones de personas en todo el mundo pueden hacer algo así, en una era cada vez más violenta de desastres climáticos, esas personas podrían generar suficientes buenos proyectos para conformar algo así como un plan racional, ganando el tiempo suficiente para estabilizar el clima, mientras le arrebatamos el poder al 1%.
La visión optimista de Robinson es que la naturaleza humana es fundamentalmente reflexiva y que eso nos salvará, que el proceso social de debatir y hacer política, con mentes tan abiertas como podamos, es un proyecto más antiguo que el capitalismo y que eventualmente le sobrevivirá. Es una perspectiva en la que vale la pena pensar, siempre que también nos estemos organizando.
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Daniel Aldana Cohen es profesor adjunto de Sociología en la Universidad de California, Berkeley, donde dirige el Socio-Spatial Climate Collaborative. Es coautor de A Planet to Win: Why We Need a Green New Deal.